Un fragmento del libro “Letras Hilvanadas”(Mardulce, 2014) y del capítulo “Las teorías de los falsos maniquíes y los tenderos hechiceros narrados por Fray Mocho y Lucio V. López”.

Lucio V. López, quien nació en Montevideo en 1848 y murió a los 46 años- al batirse en un duelo en el hipódromo de Belgrano con el coronel Carlos Sarmiento- había estudiado abogacía en Buenos Aires, donde se consagró a la política y también al periodismo . En La Gran Aldea presenta un recorte del modus operandi en las tiendas porteñas entre 1860 y 1880. Para documentar tales artilugios, López se situó en la infancia. cuando a sus doce años y radicado en la casa de sus tíos y rodeado de criados- ofreció una crónica enel contexto de la Batalla de Pavón: por las noches bosquejaba cuadros de batallas entre Buenos Aires y la Confederación y en sus figurines bélicos caracterizaba a Bartolomé Mitre cual un elegante guerrero a caballo, mientras que a Urquiza lo representó vestido de indio, con ornamentos de plumas en la cabeza, flechas y un facón a modo de accesorio.
El festejo callejero en ocasión de la batalla de Pavón, disparó unafabulosa radiografía de las tiendas de Buenos Aires y una versión arcaica de los mapas de diseño y las guías de viajeros destinados a recomendar hot spots “No era entonces Buenos Aires lo que es ahora.- escribió al tiempo que resaltó la fisonomía de la calle Perú y también de la calle de la Victoria, el centro que despuntaba en la calle de la Piedad y concluía en la de Potosí ( que años más tarde sería llamada Alsina, y se erigiría como una ruta obligada para la empresas textiles del siglo veinte). Lo distinguió como “un barrio consagrado a las tiendas de tono” que continuaba por la calle de la Victoria hasta Esmeralda y que las cinco cuadras de su perímetro representaban el bulevar de la façón. Entre tales coordenadas geográficas eligió documentar un local de esquina cuyo mostrador mutaba durante el transcurso de las horas y según el público que asistía: hacia al alba era democrático y satisfacía los pedidos de las cocineras y de las patronas, mientras que desde las siete p.m era el recorrido ineludible de la burguesía. Una y otra vez las ensalzó sobre las primeras tiendas europeas afincadas en Buenos Aires, a su criterio: “raquíticas y ausentes de todo carácter local” (“¡Cúan lejos está los tenderos franceses y españoles de hoy de tener los méritos sociales de aquella juventud dorada, último vástago del aristocrático comercio al menudeo de la colonia”).
Afirmó López con precisión científica que las vidrieras se tapizaban con los últimos percales, regidos por una puesta en escena que dictaminaba que entre dos y tres metros de telas debían irrumpir sobre la calle a modo de representación del uestrario visual y táctil con anclaje fetichista. Porque quienes pasearan frente a sus fachadas , lejos de cualquier intención de compra, podían acariciarlas. Las vidrieras engolosinaban los ojos y en sus mostradores siempre descansaba un gatito blanco a modo de efigie.
Describió también Lucio López que durante la ceremonia de ofrendar telas, el vendedor podía saltar sobre el mostrador para desplegar piezas de percales o de muselinas envueltas en tablas de madera. Añadió que acostumbraba refregar los textiles sobre la mano de la compradora para así justificar la ausencia de cualquier material poco noble y que en ocasiones, cual si fuera un científico loco en el proceso de un experimento, rescataba un vaso con agua de la trastienda para derramar algunas gotas sobre un extremo de la muselina y justificar que su tinta fuese indeleble. No en vano López los calificó de “tenderos hechiceros” y también cual “tenderos dandis”. Aunque en simultáneo estableció otra categoría estética: la de “los tenderos sirena”, quienes fueron denominados así por un motivo absolutamente morfológico: “Su cuerpo estaba dividido por la línea del mostrador como el de la encantadora deidad de los mares estaba dividida por la línea del agua”.
Otras señas particulares de los tenderos acuáticos: si bien lucían humanos desde la cabeza hasta el estómago, la extrañeza refirió al so de atuendos que condicionaban sus movimientos. Porque los tenderos símil sirenas vistieron levitas de faldón largo para así economizar el uso de pantalones, mientras que en pos de la comodidad y cual si fueran deportistas perezosos llevaban zapatillas en lugar de un calzado más formal.Entre los tenderos que practicaban hechizos reinó Narciso Bringa, cuya pasarela y mostrador se situaron en la calle Perú.
Don Bringa era petiso y cabezón, tenía el pelo largo y ensortijado, sus manos se agitaban como alitas y en movimientos veloces; había participado de la batalla de Cepeda, de ahí que sus gestos fueron comparados con cruzadas libradas entre trapos. El manual de estilo para con las clientas de cada tendero hechicero se rigió por un léxico que iba de madamita a hija o hijita, pasando por graciosas impostaciones en mal francés; quien no fuera cautivada por sus exagerados ardides para la venta, de inmediato era llamada “gringa”, a secas.
