Los relatos de moda del historiador Marcelo Marino

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Marcelo Marino es historiador de arte y dirige la colección “Estudios de Moda” en Ediciones Ampersand. Creció y estudió en Mendoza y desde hace una década vive en Inglaterra. Para referirse a la trama afectiva en su placard, rememora los días de 1990 en los que frecuentó una tienda anclada en estilos de 1970 y nos deleita con sus descripciones y cavilaciones.

El foulard tesoro

Foulard comprado en una tienda de Mendoza. Foto: Marcelo Marino

” No tengo ropa importante. Nada de lo que tengo en mi guardarropa es valioso. Tampoco sé si dice mucho de mi personalidad. Si tuviese que contar mi vida con prendas de vestir no podría ir más que ocho años atrás. La mudanza a Inglaterra sólo fue con cuatro valijas. Tres llevaban libros. Sin embargo, este foulard es un fragmento de belleza del pasado. Nací en Mendoza, donde viví hasta creo que los 27 años. No tengo buena memoria para mi propia historia. Prefiero recordar a la gente que quiero. Sólo flashes de otros tiempos. Este foulard es uno de esos flashes. En Mendoza la ropa es cara. Muy cara. Y fea. Muy fea siempre. Cuesta mucho vestirse. Por eso yo miraba revistas de moda. No es que miraba y soñaba con ponerme esas ropas. Miraba por mirar cosas lindas. En Mendoza, en la Alameda, había una tienda muy extraña y fascinante. Una cueva de Alí Babá. Atendida por una gente muy extraña. Gente de otros tiempos. Todo lo que tenían exhibido era de los años sesenta hasta más o menos los ochenta. Mucho de los setenta. De todo. Desde ropa interior hasta abrigos. Una locura. No recuerdo el nombre. No tengo buena memoria. Seguro que descubrí el lugar cuando volvía errante desde la Escuela de Música, con la cabeza llena de notas. La parte de la ciudad donde estaba el shop, yo siempre pensé, y aún hoy sostengo, que posee un campo magnético. No en la tienda misma, pero la esquina de donde se encontraba, la esquina de Avenida San Martín y Calle Córdoba era el campo magnético. Cuando cruzaba, siempre me daba una sensación de mucha ansiedad. Hay unos leones de bronce de un lado. A la izquierda una tienda de telas. Un café Bonafide espantoso. Un poco más allá, una panadería que se llama Mauri y que tiene un canguro en el logo. Qué cosa tan extraña, un canguro. Nada que ver con Mendoza. Yo me imaginaba que cruzaba escapando de los leones y que del otro lado me esperaba el canguro y me pateaba. Cosas que uno se imagina de aburrido. De pueblo. En esa esquina el tiempo se suspende. No hay para atrás y no hay para adelante. Como un campo magnético. Del otro lado estaba la tienda maravillosa con una gente ancestra (como dice mi hermano). El tema es que los dueños vivían en el pasado. Tenían ropa interior, medias finas, guantes, camisetas, ropa de niños y niñas, todo, absolutamente todo en sus packaging original. Era un museo de la moda. Hombres, mujeres y niñes. Los muebles todos de los 70. Una luz de tubo, blanco como de heladera. ¡Los pulóveres! Ultra sintéticos con unos colores de morirse: rojo, marrón y verde. Naranja, violeta y amarillo. Qué hermoso todo. Todo tan distinto allá adentro al afuera donde estaba el canguro. Los dueños me contaban que para abajo tenían como 5 depósitos de ropa igual. Creo que exagero. El espacio de los recuerdos es el de la exuberancia y a mi me gusta adornar mis relatos. Quizás eran tres depósitos. Fue algunas veces con una amiga. Mi amiga Laura y yo flasheábamos. Ahí nos dimos cuenta que en realidad, la gente que vendía allí creía que estaba vendiendo ropa actual…es decir del 2000, lo que en ese tiempo era el nuevo milenio. Ellos pensaban que esa ropa era el último grito de la moda (¡al fin pude utilizar la frase “último grito de la moda”! No estaría bien vista por la Academia). Como ellos pensaban eso, yo creo que también el modo de vender la ropa, es decir, el trato vendedor-cliente, también provenía del pasado. Como sea; volvamos al foulard. Ese foulard estaba en un cajón. Lo vi y quedé en extásis porque la ropa en Mendoza es muy fea. Ese foularcito todo geométrico abstracto con ese hermoso lustre y esos colores de persona grande. Era un cuadro. ¿Cómo no me lo iba comprar? Si además era barato. Y para mí, que miraba revistas, me parecía que era como algo de Prada. Y era. Porque cuando me lo he puesto, en contadas ocasiones, me lo han envidiado. Y yo tan contento ese día. En el colectivo de vuelta a casa con mi #foulardtesoro# La tienda no está más. Es en vano buscarla. El rumor se esparció en algún momento. Los “vintage mendocinos” empezaron a frecuentarla. Seguro que entraban y se reían de la antigualla cool que era todo eso. Me da cierta tristeza. Porque para asistir a algo que es mágico, hay que creer en la magia.


Un tapadito te viste.

Elogio del tapadito: La imagen es un gentileza de Marcelo Marino

Este un tapado. Otros le dirán abrigo. No quiero escribir sobre las tipologías de los abrigos porque es compleja. Es un tapado con cuello de piel. De piel falsa. Faux-fur como le dirían en Vogue. Es nuevo. Es de Zara. Los tapaditos me enloquecen. “Siempre hay que tener un tapadito”. Los que me conocen (muy bien) han escuchado alguna vez ese consejo de mi boca. Yo, cuando era niño, siempre quería tener un tapadito. Porque a mi no me interesaba ser niño. Nunca me interesó. Yo siempre quise ser grande. Y siempre soñaba con un tapadito con un cuello de piel. Y nunca lo tuve. Nunca lo encontré. De nuevo, en Mendoza había otra cueva de Alí Babá. En Calle Alem. Una casa de ropa usada. Lo único que no era usado, eran los tapaditos. Venían todos en fardos, de Alemania, Holanda, Austria. Un día me mostraron los fardos con unas etiquetas de exportación. Eran remanentes de prendas que jamás se habían vendido. Una maravilla. Ahí compré muchos. Recuerdo un pilotín Hugo Boss hermoso. No se qué hice con ese. ¡Y un paletot marrón con una sastrería de morirse! Todo eso venía en fardos. Los abrigos de los costados del fardo eran más baratos. Pero los del corazón del fardo, eran los mejores. Impecables. El fardo era como un alcaucil. De ahí viene mi amor por los tapaditos. Además, un tapadito te viste.
El tapadito de la foto es hermoso. Queda bien entallado. Es abrigado pero no sofoca. Eso es importante en un tapado. Cuando me lo pongo, me queda pintado. Ahora bien, cuando lo usé por primera vez, tres botones del frente estaban mal cosidos. Llegué a la estación de Paddington en Londres, yo tan feliz con mi tapadito y volaron los tres botones. No los podía perder porque tienen unos dibujitos como militares. Los junté. ¡Y qué iba a hacer, con el tapadito sin botones! Como estaba en una estación, fue a una farmacia, de las de cadena y compré un kit de costura de viaje. Y ahí en Paddington, me puse a coser los botones de mi tapadito”.

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